La taberna de Silos, novela de Lorenzo G. Acebedo (seudónimo), es una entretenida novela cuyo protagonista es, nada más y nada menos, que Gonzalo de Berceo. Recuerda, ciertamente, a El nombre de la Rosa, pero en esta obra hay otro protagonista que compite los crímenes y a la labor de los copistas medievales, que sirven de hilo conductor a la trama, y no es otro que el vino. Y no solo como elemento cultural o territorial, sino que tendrá un papel más que relevante en la historia. Ya desde el principio se plantea el viaje como un viaje entre dos riberas y no entre dos comarcas.
La primera parte del viaje la hice solo, atravesando la Sierra de Arandio hacia las tierras de Castilla, bajo mi sombrero de ala ancha, dejando atrás los vinos de la ribera del Oja y del Ebro, hacia los desconocidos vinos de la ribera del Duero.
[...]
El agua es mala en todas partes, pero el vino... Había tomado precauciones. El día anterior había acordado con un carretero el transporte de una carga de dos barriles quintaleños de mi mejor vino hasta Silos. Llegaría un par de días después que yo, el tiempo suficiente para decidir si le regalaba una al abad, como parecía más adecuado, o convenía más regalársela al tabernero. Nunca se sabe de dónde puede venir el negocio. La otra era para mi propio sustento. Viajo lo menos posible, pero siempre con vino. No conviene someter el cuerpo al mismo tiempo a cambios de clima y de bebida.
Múltiples son los momentos en los que se habla del buen y del mal vino.
Tuve que soportar sin rechistar el elogio que fray Garci hizo de la bebida mientras competía con Lope en vaciar las jarras, porque sé bien lo ciego que es el hombre con sus propias obras, y no me cupo ninguna duda de que aquello solo podía elogiarlo su dueño. Yo me callé, pero el que no estaba para sutilezas era Lope. --¿Vino dilicioso? ¿Dilicioso llamas desta pócima? Pues ti digo que está más bautizado qui yo. [...] Llamo bautizado non solo vino con agua, también vino flojo. ¡Es muuuucho flojo! Yo ti puedo inseniar di hacerlo más fuerte. ¡Sencillo!, ¿eh? Me hacía gracia aquel caminante del diablo. Sobre todo porque tenía toda la razón. Se notaba en el paladar que aquel vino había cocido deprisa y mal. Por no hablar de lo más evidente: exceso de resina para evitar que se echara a perder y de paso ahorrar tiempo de secado de la madera al sol antes de hacer las cubas. Prefiero un buen vinagre a un vino cargado de resina.
Y de su significado más profundo.
El vino no solo es sangre, sino también la medida del tiempo. Si se podan las viñas, estamos en marzo; si se reparan los toneles, en agosto; si se vendimia, en septiembre, y si se pisa la uva y se elabora el vino, ya será octubre. Es tiempo, es sangre, es vida y, en estas tierras, también es la tinta con que se corroboran los acuerdos. Tinta bebida en alboroque, una celebración con que los moros les enseñaron a sellar dignamente los negocios provechosos.
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