domingo, 15 de septiembre de 2019

Gastroletras de Haruki Murakami

Este narrado japonés es uno de los grandes novelistas contemporáneos y eterno candidato al Premio Nobel. Las historias que cuenta se mueven siempre en esa delgada línea que separa --o que une-- realidad y ficción. Sugerentes, mágicas y envolventes. En esta ocasión, traigo a las Gastroletras varios fragmentos de un cuentecito titulado La biblioteca secreta, en el que una biblioteca es un laberinto con curiosos personajes donde el protagonista se ve atrapado pero que se ve ayudado, entre otras cosas, llevándole alimentos:
Se oyó girar la llave en la cerradura y entró una chica empujando un carrito. Una chica tan hermosa que de solo mirarla, dolían los ojos. Debía de tener, más o menos, mi edad. Sus brazos, piernas y cuello eran tan delgados que parecía que la fuerza más insignificante pudiera quebrarlos. Su pelo, largo y liso, relucía como una joya. Tras mirarme unos instantes, empezó a colocar sobre la mesa, sin decir palabra, la comida que llevaba en el carrito. Era tan hermosa que ni siquiera logré abrirla boca. La comida tenía muy buen aspecto. Sopa de erizo de mar, caballa a la parrilla (aderezada con crema de nata agria), espárragos blancos con salsa de sésamo, ensalada de lechuga y pepino, panecillos calientes y mantequilla. Todos los platos humeaban. Y, además, un gran vaso de zumo de uva. Cuando acabó de disponerlo todo, la chica me dijo por señas: "Vamos. Deja de llorar. Come".
En otro momento:
Pero, al atardecer del día siguiente, aquella muchacha enigmática volvió a presentarse en mi cuarto. Esta vez, la cena consistía en salchichas de Toulouse con ensalada de patatas de guarnición, besugo relleno, ensalada de berros, un gran cruasán y, además, té inglés con miel. Todo ello, a ojos vista, delicioso. "Como con calma. Y no te dejes nada, ¿eh?", me dijo la muchacha por señas.
En esta ocasión es otro personaje, no la "enigmática muchacha", quien ayuda a nuestro amigo:
Yo me encontraba frente a la mesa, leyendo, cuando se oyó cómo giraba la llave y, acto seguido, el hombre-oveja entró en el cuarto llevando una bandeja con donuts y limonada. --Te he traído los donuts que te prometí. Está recién hechos, crujientes y sabrosos. --Gracias, seños hombre-oveja. Cerré el libro y, sin perder un minuto, le hinqué el diente a un donut. Crujiente por fuera, tierno por dentro. Un donut riquísimo. --Nunca había comido un donut tan bueno --dije. --Acabo de hacerlos yo --dijo el hombre-oveja--. He amasado la harina y todo. --Si abrieras una tienda de donuts, seguro que tendrías clientes a montones. --Sí, ya lo había pensado. Que ojalá pudiera hacerlo algún día. --Seguro que puedes.
[Haruki Murakami, La biblioteca secreta,
Libros del Zorro Rojo]

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