martes, 12 de octubre de 2021

Gastroletras de Didierlaurent

 El lector del tren de las 6.27, del autor francés Jean-Paul Didierlaurent, es una novela curiosa, con personajes en apariencia anodinos son capaces de cualquier cosa. Una novela de amor por los libros... y de amor, con altas dosis de humor negro y cargada de ternura. Una sorpresa editorial en este 2021. Y con su correspondiente momento gastronómico, que compartimos a continuación. Esto lo cuenta una de las protagonistas, que es limpiadora en los baños de un centro comercial:

El jueves es un día especial. Es el día de mi tía. El día de los buñuelos. Son su droga. Cada jueves necesita su dosis. Ocho buñuelos comprados en la confitería de su barrio. Ocho buñuelos y nada más. Nunca la he visto aparecer con un pastelito relleno de crema, una tartaleta o un milhojas. No, siempre esas ocho bolitas de pasta esponjosa espolvoreadas de cristalitos de azúcar. Por qué ocho y no siete o nueve, es un misterio. Hasta aquí, me dirán ustedes, no hay nada de extraordinario, y estoy de acuerdo. Pero el asunto que lo convierte en algo verdaderamente especial es que mi tía no vuelve a su casa para saborear esas delicias delante de la tele ni se va al café más cercano para ir picando directamente de la bolsa mientras da sorbitos a un chocolate caliente o a una infusión de tila. No, ella viene hasta aquí con su frágil tesoro delicadamente apretado contra su pecho. "Compréndelo --me explicó un día--, no saben igual  en todas partes. Ya lo he comprobado, varias veces incluso. Los he comido en los más hermosos lugares que puedan existir, en salones de té tan elegantes que hasta las miguitas que caen al suelo valen dinero, pero solo aquí despliegan todo su aroma y todo su sabor. Auténticos bocados paradisíacos. Es como si el lugar los mejorase, ya me entiendes. Aquí mis buñuelos se vuelven excepcionales, en cualquier otra parte son solo buenos". No les oculto que, intrigada, también quise probar esa experiencia, al menos una vez. No con buñuelos, sino con un gofre. Me zampo uno de vez en cuando, cuando tengo un huequecito. La crepería de la planta baja los hace excelentes. Lo pido siempre sin nada y me lo como delante del mostrador, impaciente, antes de regresar a mi puesto. Un día me traje aquí mi gofre calentito y crujiente y me encerré en una de mis cabinas para saborearlo. Por ver. Pues bien, tengo que reconocer que mi tía no estaba en absoluto equivocada. Había un no sé qué diferente, como si mi gofre se hubiera hecho sublime en medio de todos mis azulejos. No recordaba haberme deleitado con uno tan bueno. Cuando tiene que hablar de sus buñuelos, mmi tía no tiene fin. "Nada que ver con esos pasteles arrogantes que exhiben su crema, ni con esos bizcochos pretenciosos recubiertos con pasta de almendras y que se doblan bajo el peso de sus propios artificios", dice ella, acalorada. "¡El buñuelo es a la pastelería lo que el minimalismo es a la pintura!", le suelta tan pancha a quien quiera oirla. "Liberado de cualquier efecto engañoso, el buñuelo se presenta ante nosotros en toda su desnudez, con el único adorno de esos escasos cristalitos blancos, y se ofrece tal cual es: un dulzor que solo pretende ser comido, así de simple". ¡Ay! Yo la entiendo; cuando se pone, es una verdadera poeta.

"--¿Me has reservado la 4, la grande? --me dice entre dos besos.

"--Sí, tía, ya sabes que siempre te reservo la 4.

"Los jueves limpio su cabina nº4 de arriba abajo, antes de echarle el cerrojo hasta que ella llegue. Es su privilegio. Tiene su propia cabina aquí como otros tienen su propia mesa en Fouquet's o su propia suite en el Hilton. Una vez que me pasa su chaqueta, su bolso y su sombrero, va trotando hasta allí con su bolsita de buñuelos en la mano, su cojín bajo el brazo y la mirada chispeante de glotonería. Durante unos veinte minutos, cómodamente sentada en el confortable cojín colocado sobre la tapa bajada del inodoro, mi tía va tragándose uno a uno a sus protegidos, aplastando con su lengua la pasta contra el paladar para liberar en el centro de sus papilas las exhalaciones de vainilla que encierra en su seno el buñuelo. "¡Si tu supieras, mi Julie! --exclama cuando sale de allí--. ¡Dios mío, qué bien saben!" Toda una onqui que acaba de meterse sus ochos chutes de un tirón". 

[Didierlaurent[ , J-P., El lector del tren
de las 6,27
, Seix Barral]

 

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