Dolores avisó de que el almuerzo estaba listo. El comedor era una extensión de cristal con unas vistas estupendas al océano y al faro. También podía verse una parte del jardín oculta desde la carretera. La pequeña vivienda, apartada de la casa, tenía unas luces encendidas. Se había levantado algo de viento y el faro de Atxur recibía el embate de un mar muy musculoso y rugiente, pero en el interior de aquella habitación de cristal un par de estufas nos mantenían en calor. Carlos abrió una botella de Ribera del Duero y yo preparé el estómago para un envite de los buenos. Mientras comíamos como si fuésemos diez en la mesa --revuelto de hongos, croquetas de chipirón en su tinta, cazuela de almejas, bacalao al pil pil con salsa de erizo de mar, solomillo con sal gorda y tarta de queso para rematar la faena--, hablamos de mi vida en Amsterdam.
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