Una parte esencial de la experiencia gastronómica la constituye
los recuerdos. Cada uno tiene los suyos, que son únicos e intransferibles, y que a lo largo de los años han ido configurando sus gustos, sus preferencias, su paladar mental, el acercamiento o alejamiento de un sabor o una textura al concepto de "casero".
Por otro lado, las vivencias de Semana Santa --para quienes esta celebración sea parte importante en su vida, como es mi caso-- configuran a la persona, lo dotan de identidad, lo anclan a su familia y a su ciudad. Los colores, los olores, los sonidos, los momentos de espera, la ilusión, los nervios... y, por supuesto, también hay sabores y otras experiencias gastronómicas ligadas a la Semana Mayor que me vais a permitir que comparta con vosotros, sin orden cronológico ni de ningún tipo, solo siguiendo el dictado de la memoria.
Viernes, vigilia
Lo primero que me viene a la mente es esa tradición que siempre se ha seguido en casa de no comer carne los viernes de Cuaresma y Semana Santa. Recuerdo vivirla entre la resignación y el enfado, entre la aceptación y el antojo... hasta el día que escuché a mi padre decir una de sus célebres afirmaciones: "con lo que me gusta el pescado, estoy loco por que lleguen los días de vigilia". Bendito sacrificio: pescadillas que se muerden la cola,
bacalaíllas fritas, boquerones en vinagre...
¿Esparto o mochila?
Como cada Lunes Santo, los primos y tíos nos reunimos en casa de mi abuela Carmen, en la céntrica calle Ángel, a escasos metros de la Parroquia de los Santos Mártires, desde donde saldrá la Pasión, cofradía a la que pertenecemos y en la que salimos cada año. María José, Salva, Esperanza y yo nos vestimos con la túnica, nos ayudamos a ponernos el esparto, nos remangamos bien los pantalones para que no se vean por debajo de la túnica... ah, pero antes, vamos a comprar algunas chucherías para el camino. Tenemos ocho o nueve años. Compramos algunas gominolas, tal vez algún que otro chicle de menta... y una tableta de chocolate finito. Todo, al esparto, bien sujeto entre esparto y barriga.
Son las cuatro, ¡vámonos! Cargados de ilusión, no exentos de nervios, colocándonos y recolocándonos los guantes, la túnica, el esparto, la medalla, el capirote... Tras las indicaciones de los mayordomos, se forma la procesión, se abren las puertas y enfilamos calle Santa Lucía en dirección a la catedral. Llevamos una hora escasa de recorrido, estamos en la Plaza del Siglo, y me apetece un caramelo. Aguanto el bastón con la otra mano y busco en el esparto un caramelo o un chicle... cuando saco la mano, el guante está marrón... ¿qué es esto, qué ha pasado? ¿Es sangre? Ooops... el chocolate. Creo que es una de las historias que más veces se ha contado en mi familia... y las que quedan.
La estación penitencial en la Catedral era una especia de recreo para los niños de la procesión. Era el momento de la merienda: mi madre y mis tías nos sacaban del cortejo, nos sentaban un momento en un escalón y nos daban un zumo de piña y un cortadillo de cidra. No era mi dulce preferido pero, creedme, sabía a gloria.
Enseres de papel de aluminio
Hasta la primera adolescencia, en que empecé a ver las procesiones con mi tío José María --con quien sigo compartiendo horas y horas cada Semana Santa por las calles de Málaga hasta la pura extenuación--, era con mis padres con quien veía las procesiones en las sillas de calle Larios. Horas sentado en unas incomodísimas sillas de madera que sobrellevábamos con pipas, refrescos y el bocadillo de la cena. Pero el momento mágico, también compartido con mi prima Esperanza, llegaba cuando mi padre, con el papel de aluminio de nuestros bocatas, se dedicaba a hacer con la perfección que le caracterizaba para todo, bocinas, mazas, estandartes, bastones, campanas, en uno de los primeros ejercicios de reciclaje jamás visto. Era absolutamente hipnótico ver sus dedos dando forma a los arrugados trozos de
papel Albal hasta que reconocíamos las formas de los enseres.
Adiós, cielo de la boca
La primera vez que los cuatro primos nos fuimos con mi tío José María a ver las procesiones, "abandonando" a nuestros padres en las sillas, fue un Domingo de Ramos. Empezamos, como es natural, viendo la salida de la Pollinica y luego seguimos viendo otras salidas, andando a ritmo alto para no perdernos nada. Mi tío, probablemente obligado por ir con cuatro niños, propuso parar para comer (hoy en día, que ya pinto yo casi tantas canas como él, la comida es algo absolutamente secundario y "se come cuando se puede, si es que se puede", siendo nuestra hora habitual del almuerzo del Domingo de Ramos las 19:30, hora a la que llegamos vivos gracias a los churros de Casa Aranda que nos comemos tras la salida de Lágrimas y Favores). Perdón, estaba en la parada para comer de aquel Domingo de Ramos. Cansados y hambrientos, entramos en una pizzería. ¡Rápido, no tenemos mucho tiempo, que sale la Salutación! ¡Pizzas cuatro quesos para todos! Aparentemente no pasó nada, todos nos comimos nuestra pizza y salimos corriendo para San Felipe a ver la Salutación. Con el paso de los años, acabamos todos por confesar que en el primer bocado de la pizza, los quesos fundidos se pegaron a nuestros respectivos cielos de la boca provocando una quemadura y un dolor del que nadie se quejó, que todos superamos con estoicismo y una bien disimulada lagrimita... no había tiempo de quejarse... ni de soplar... que salía la Salutación.
¡Al rico coqui!
Nos vamos más atrás en el tiempo. Estamos en calle Granada, en las sillas con mi abuela Carmen. De nuevo, los cuatro primos. Hablamos, pedimos cera a los nazarenos, les damos la mano. Cuando tenemos un arrebato de levantarnos de la silla por algún juego, la abuela nos dice que nos sentemos... y ahí no hay negociación posible. De fondo se escucha: "¡Al rico coqui!" y, a lo lejos, se divisa esa gran bandeja agujereada en la que se clavan los coquis, esa especia de cono con merengue de fresa que, seamos honestos, ni está bueno, ni casi sabe a nada... pero que todo niño quiere. Nos volvemos a la abuela que, antes de que digamos nada, ya busca en el monedero para comprarles los coquis a los nietos.
Limones cascarúos
Vinieron unos amigos de Madrid a conocer la Semana Santa de Málaga. Me tocó hacer de cicerone y, con sumo gusto, me dediqué a la labor: salidas, encierros, traslados, cambios de guardia... y, claro, torrijas de Aparicio o de la desaparecida Anglada. Y, por supuesto, mis amigos tenían que probar los limones cascarúos. "¿Cuántos somos, diez? ¡Póngame dos limones!" Adivinad quién acabó comiéndose los dos limones y con los dientes rozando el asfalto... Muy bien, habéis acertado.
Al llegar a casa, arroz con leche
Otra gastrotradicón, otro gastrorrecuerdo de la Semana Santa está asociada al arroz con leche. Mi madre hacía una gran fuente de arroz con leche un día de la Semana Santa, que dejábamos en el frigorífico por la tarde y de la que dábamos cuenta al volver bien entrada la madrugada, tras ver las procesiones. Mi madre comía un poco pero mi padre y yo, con sendas cucharillas, íbamos despacito, suave, suavecito, poquito a poquito... hasta que nos la cargábamos por completo. Recuerdo que mi padre me decía: "come más, que hay que emparejarlo..." La marca de las cucharillas no se podía notar, teníamos que dejar el corte bien recto, pero no había manera: "¡Empareja por ahí, que yo emparejo por este lado!".