Las madres saben fatal.
Son repugnantes, de la cabeza a los pies --la cabeza es la peor parte--, y no hay condimento que valga, pregúntale a cualquiera que se haya comido una. Ya puedes asarlas, cocinarlas al baño maría, deshidratarlas o convertirlas en cecina, que servirá de nada.. Incluso el olor es horrible: asa una a la parrilla y pensarás que alguien ha estado quemando neumáticos de coche; y, no es por nada, pero con un poco de alioli probablemente un neumático sabría mejor que una madre.
Que conste que no es una cuestión de género, no te emociones. Las mujeres en general no saben peor que los hombres y, de hecho, a menudo saben mejor. En gran medida depende de la preparación, por supuesto, pero los hombres tienden a vivir vidas sedentarias, lo que les da un sabor ahumado que no es del agrado de todos. Las mujeres, en cambio, tienden a ser más activas y a vivir más tiempo; su carne es más magra y su sabor, más sutil.
Pero las madres (concretamente, las mujeres que han dado a luz) son harina de otro costal.
Las madres tienden a vivir mucho más tiempo, con lo que se vuelven correosas y secas: sus años condimentados con desilusiones y angustias, sus muertes a menudo precipitadas por largos períodos de confinamiento en cama, que acartonan músculos y articulaciones.
Como decían en la antigua patria: "Con madre muerta en el covite, nadie repite".
No es que los padres sepan bien, pero los hombres suelen morir antes ya. menudo de forma repentina. A ver, tampoco es que sean wagyu, pero sí son más apetecibles que las madres.
"¿Y qué pasa con los que mueren realmente jóvenes?", te preguntarás. "¿Saben bien?"
Pues sí.
Son una delicia.
Es una ironía terrible, de la que solo el antiguo pueblo caníbal es consciente.
Cuanto más joven es el muerto, más dulce es la carne.
Cuanto más dulce es la carne, más amarga es la pena.
[Auslander, S., Mamá para cenar, Blackie Books] |
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